“Gacela” era como en la aldea la
conocían a ella, y así es como ella llamaba a su bicicleta: “La Gacela”.
De todos los encargos que había recibido hasta ahora, este era sin duda
el más exótico de todos. Esta vez debía
transportar peces.
Durante la jornada anterior repaso
concienzudamente cada rincón de la máquina para comprobar que todo estaba
listo. Así volvió a recordar viejas anécdotas que habían ido quedando tatuadas
en la fisionomía de la bicicleta. “La Gacela” era un frágil equilibrio de
multitud de materiales ensamblados en perfecta comunión. Un pedal de enebro,
cuero entre la cámara y la cubierta, hebras de cáñamo sujetando los cajones de
madera o un pedazo de hueso funcionando de tensor bajo la cadena, eran algunos
de los ingredientes con los que, los años y el trabajo, habían cocinado esta
bicicleta.
En los cajones de madera donde
habitualmente transportaba gallinas, hortalizas o carne seca, preparó para el
transporte dos pellejos de piel concienzudamente embadurnados de grasa.
Partió en medio de la noche para
llegar a la costa al amanecer, comprar el pescado y volver con la mercancía
viva. Los invitados a la boda que se celebraría al día siguiente serían
agasajados con un manjar que rara vez se podían permitir en una aldea de pastores.
Con el sol rasgando el horizonte
aparecían las primeras embarcaciones en la lontananza. Cuando la primera barca
encalló en la arena, Gacela aun empujaba su bicicleta por la playa. Al llegar a la primera barca, dos grupos de
mujeres ya lanzaban preguntas por encima de la borda sobre la cantidad, calidad
y precio de la mercancía. La faena se había dado muy bien. Habría para todas y
a buen precio. El dinero que le había
confiado el padre de la novia debía alcanzar para veinte kilos de pescado, pero
Gacela pudo llevarse unos kilos más.
Con las ruedas enterradas en la
arena, puso la carga en los pellejos, los llenó de agua y frunció con dos tiras
de cuero la parte superior. Estaba todo listo y no había que perder ni un
minuto, el sol volvía a latir, y cada vez lo haría con más fuerza.
Conocía el camino al dedillo.
Cada pedalada, cada giro y cada impulso eran una coreografía que había
ensayado en cientos de viajes al pueblo. Podía identificar las piedras
más afiladas o resbaladizas diez metros
antes de llegar a ellas y en caso de lluvia tenía toda una red de senderos
alternativos preparados que ella misma había ido trazando, como el que escribe
un libro de aventuras.
La extravagante situación provocaba
en Gacela un sentimiento parejo de diversión y extrema responsabilidad.
No era la carga más pesada que había transportado, pero sí la más frágil
y valiosa.
El descenso hasta el arroyo, ahora
seco y que en otras ocasión tenía que pasar con la bici a cuestas, siempre lo
hacía con una precisión quirúrgica, pero en esta ocasión el azar le tenía
preparada una sorpresa. Al pisar con la
rueda delantera en la tierra del camino, una rama de acacia se levantó como una
catapulta, incrustando sus toscas espinas en uno de los pellejos y en la rueda
trasera.
¡Gacela no se lo podía creer!
¡Había pasado por allí mil veces! La rama había
permanecido bajo tierra esperando a que ella rompiera el frágil equilibrio que
la mantenía oculta y se activará la trampa. El agua y el aire fluía por todos
lados, dejando el pellejo seco en cuestión de segundos y la rueda trasera
flácida, vacía. Nada podía hacer para frenar la hemorragia. Había que
continuar así. Intentó seguir pedaleando, lo intentó unos metros, pero el golpe
de las piedras del camino destrozaban la llanta y apenas avanzaba. Seguir a pie no era una posibilidad. El calor
era insoportable y los peces morirían.
Gacela se dió cuenta de que la única
forma de salvar a los peces era volver al mar.
La
imagen de los peces muertos, apestando a podrido al llegar a la aldea, la
recorría como un veneno todo el cuerpo. Gacela se tiró de rodillas al
suelo, desesperada y, metiendo los dedos entre la hierba, gritó de rabia.
Arrancó dos puños de grama y, apretándolos con todas su fuerzas, sintió en sus manos la
textura blanda de la hierba prensada. Fue en ese momento cuando, mirando la
pasta verde, se dio cuenta de que esta sería su salvación.
Sin dudarlo comenzó compulsivamente
a arrancar más hierba, toda la que tenía a su alcance y con la ayuda de una
rama, la iba prensando dentro del neumático. La hierba sería el aire que
de otra forma no podía bombear en la rueda.
Minutos después Gacela pedaleaba con
todas sus fuerzas rumbo al mar, sintiendo a los peces dar coletazos
desesperados dentro del pellejo perforado. Al llegar a la arena de
la playa saltó como un vaquero de su caballo y empujó la bici hasta que el agua le alcanzó la cintura e inundó los pellejos de agua fresca y salada, dando a sus
peces el oxígeno que añoraban.
El día acababa de empezar para
Gacela y ella reía, exhausta, flotando, agarrada al manillar de su bicicleta,
escuchado a los peces jugar con las olas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario